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El candidato ultraderechista Jair Bolsonaro durante un debate en julio de este año. ADRIANO MACHADO,REUTERS
São Paulo, La campaña electoral brasileña se prolonga durante 45 días, durante los cuales se celebran nueve debates entre los candidatos. La importancia de estos últimos es capital. En un país que no permite la publicidad electoral en medios privados y en los públicos cede los minutos de propaganda con cuentagotas, cada uno de esos encuentros televisados es la única oportunidad que tienen muchos candidatos para dejar huella en el electorado. Los debates trastocan encuestas, vertebran estrategias y están llenos de calculadísimos gestos que dejan entrever los objetivos de cada participante.
Por eso nadie esperaba que el segundo de los nueve, el último hasta la fecha, que tuvo lugar la semana pasada, resultase tan fatídico para el candidato favorito, el ultraderechista Jair Messias Bolsonaro. Pero ahí estaba, a sus 63 años y su 1,85 de altura haciéndose más y más pequeño ante una airada mujer de 60 años y 1,65 metros. La evangelista Marina Silva se atrevió a dedicar sus últimos minutos de participación a echarle un rapapolvo: por su machismo, por su autoritarismo, por su amor por las armas, al Ejército y a las formas de la dictadura brasileña. Por todos los rasgos, en fin, que le han ganado abucheos dentro y fuera del país pero que también le han puesto a la cabeza de las encuestas presidenciales desde hace meses, tan solo detrás de Luiz Inácio Lula da Silva (que está en la cárcel y con toda seguridad no podrá concurrir). “Usted se cree que lo puede resolver todo a gritos”, le espetó. “Una madre solo quiere ver a su hijo educado por un ciudadano de bien y usted les enseña que tienen que resolver las cosas a gritos”. Él, el hombre fuerte, que en sus mítines coge a niños y les incita a hacer el gesto de disparar al público con la mano, el que preferiría “tener un hijo muerto que uno homosexual” y cree que las escuelas “ablandan” a los chavales, ese hombre no sabía qué contestar.
Aquella imagen borró casi cualquier otra del debate. Aquel exmilitar implacable que había medrado en las encuestas prometiendo autoridad y mano dura a un país ahogado por la violencia era, al fin y al cabo, incapaz de mirar a los ojos a la mujer que le echaba la bronca, como los niños con sus profesoras. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa. El jueves, el exmilitar revolvió el orden establecido en la campaña: anunció que renunciaba a debatir. “Son formatos antiguos”, gruñó.

Desde entonces ha estado compensando aquella imagen con otras: las de él recibiendo baño tras baño de masas en una gira de cuatro días por los reductos más conservadores del interior de São Paulo. En uno de ellos volvió a coger a un niño: “¿Sabes disparar? Dispara”. De nuevo el gesto. De nuevo las proclamas sangrientas: “El estatuto que prohíbe la venta de armas a menores de edad hay que despedazarlo y tirarlo a la basura”. De nuevo aplausos.

Esas dos imágenes —el candidato amedrentado y el jaleado por los suyos—, explican la coyuntura de este provocador, a la vez autoritario y antisistema, tras llegar a la campaña electoral. Ya no es el mismo terreno que la precampaña, donde podía jalear a los medios con polémicas zafias (por ejemplo: “el negro descendiente de esclavos recibe tantas ayudas que ya no vale ni para procrear”).

Bolsonaro parece no ser capaz de dejar ese tono, y con él no puede salir de la burbuja de fanáticos que le aplaude cada polémica. Esas que, según Datafolha, provocan el rechazo del 43% de las mujeres, que son el 52% del electorado. El 58% de los brasileños se opone a su idea estrella, la legalización las armas.

Sin embargo, a día de hoy Bolsonaro no parece necesitar salir de burbuja alguna. Sus 11 rivales están tan mal vistos que él solo necesitaría un 14% del voto para pasar a segunda vuelta. Si Lula compite como candidato, Bolsonaro tiene un 18% de la intención de voto; sin Lula, un 20%. Si bien apostar en contra del crecimiento de los demás en una campaña electoral no es una estrategia a largo plazo, lo mejor que puede hacer es seguir alimentando a sus muchos seguidores en redes sociales y en las ciudades que ya tiene conquistadas: ningún otro puede darse baños de masas porque no las mueve. Si nada cambia, con su burbuja estará a un paso de la presidencia de la mayor potencia de América Latina.

Con esos paseos maquilla una ideología mucho más débil que su imagen. Hace unos días organizó un revuelo al decir que Brasil debía marcharse de la ONU; después matizó que solo se refería al Comité de Derechos Humanos. Las rectificaciones son algo común en él, como cuando dijo que iba a subir el número de jueces del Tribunal Supremo, como hizo la dictadura, o cerrar el Congreso.

Ha reculado en otra cosa. El viernes anunció que volvería a los debates, pero solo a algunos. “Si voy a todos, pierdo el contacto con la gente”, alertó. En ese contacto ahora mismo lo es todo.

 

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