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Casablanca (Marruecos), 14 may (EFE).- Si puede, Fiach Mesbah coge otra calle para evitar pasar delante del “agujero negro”. Así llama a la Casa de España, donde el 16 de mayo de 2003 jugaba al bingo con seis amigos cuando su mundo se puso del revés: “Cinco se fueron, dos nos quedamos”.

Veinte años después de los peores atentados yihadistas vividos en Marruecos, que dejaron 45 muertos (incluyendo los doce suicidas) en distintos lugares de la ciudad de Casablanca, para Fiach es “como si fuera ayer”. La incredulidad y el dolor acompañan aún a las víctimas, condenadas a vivir con unos porqués sin respuesta.

De la Casa de España, ese edificio de una altura con una gran terraza frecuentado por marroquíes y españoles, ya no queda más que su puerta de entrada metálica color vino, un timbre y el número de la calle, el 25, pintado encima.

Detrás ya no se reúnen familias a jugar al bingo, a comer y beber. Ahora se levanta un enorme edificio a medias que no acaba de construirse. Dicen que será una residencia de estudiantes, pero nadie lo sabe con certeza. Allí murieron 24 personas cuando tres terroristas entraron y se inmolaron tras degollar al portero.

“NO LES PERDONARÉ NUNCA”

Un elegante Fiach, de 69 años, con sombrero azul, camisa, traje y pañuelo a juego, recuerda cada hora de ese día. A las cuatro de la tarde, dice a EFE en un bar frente al edificio, se reunió en un café con unos amigos. “Estaba como triste, no se por qué, y les dije: ‘me voy a casa'”. Pero le convencieron para ir a esa otra “Casa”. Eran las seis.

Se sentó con seis amigos y empezaron a jugar al bingo. “Estábamos inclinados sobre nuestro cartón, tachando los números, cuando se produjo la explosión. Luego hubo una segunda y una tercera. Dos barras de hierro se me metieron en el ojo y me desmayé”. A su lado estaba “la mesa de los españoles”, de los que murieron cuatro. Eran pasadas las diez de la noche.

“De mi mesa, solo un amigo y yo sobrevivimos”, dice. Y cada vez que se ven, lloran. Fiach además empezó “un calvario” de siete operaciones, un ojo destrozado, visitas diarias al hospital durante cuatro años, pesadillas y sobresaltos todavía ante ruidos fuertes. Pero quizás lo peor fue el desempleo.

Trabajaba como representante para dos empresas francesas y se quedó automáticamente sin trabajo. “Pasé a vivir en la miseria”. En Marruecos no había entonces previstas indemnizaciones para las víctimas del terrorismo y las del 16 de mayo fueron pioneras.

Tuvieron que luchar y hasta 2013 la justicia no les indemnizó. Fueron cantidades, dice Rachid, “insignificantes en comparación con los daños”. Por eso, pide más ayuda para poder dar una buena educación a su hijo de 13 años.

Sobre los terroristas, cree que “eran tan jóvenes que no sabían lo que hacían”. Se inmolaron doce de entre 20 y 23 años en la Casa de España, en un restaurante italiano, en un centro cultural judío, en un hotel de lujo y en un cementerio judío. Fiach intenta entender.

– ¿Les perdona?

– “En el fondo de mi, jamás. Porque éramos gente normal, tranquila, y nos han cambiado la vida. No les perdonaré nunca. Me rompieron el cuerpo y el corazón”.

Acabada la entrevista, Fiach pensaba volver a su casa de las afueras de Casablanca, pero recordar el 16 de mayo de 2003 no sale gratis. En su lugar, decide perderse, con su sombrero azul, en el bullicio de Casablanca: “Necesito reposar la mente”.

“¿POR QUÉ? ¿QUÉ HEMOS HECHO?”

En el Cementerio de los Mártires de Casablanca, cada viernes que puede, Souad El Khammal visita a su marido y su hijo. Les cuenta, mentalmente, las cosas que le pasan. Les pide que la ayuden. “Me quedo mirándoles, les hablo y eso me alivia mucho. A veces me gustaría quedarme con ellos”.

Sentada en un banco de piedra en la entrada del camposanto, vestida de amarillo con un pañuelo a juego que se pone en la cabeza “por respeto al lugar”, Souad relata “el día más triste y difícil” de su vida.

El 16 de mayo de hace 20 años, ella y su hija de 14 estaban en París para recoger un premio escolar. “Estábamos muy orgullosos de ella”, dice. Su marido, Abdeluahed, se había quedado en Casablanca con su hijo, Tayib, de 17 años.

Abdeluahed murió en la primera explosión y Tayib se quedó en coma como consecuencia de la segunda. “Mi hijo estaba lejos de la mesa de mi marido, pero en lugar de salir como los otros, decidió ir a ver a su padre. Entonces se produjo la segunda explosión”.

Ella se enteró al día siguiente muy pronto por la televisión. “Empecé a llamar a mi marido y no respondía, llamé a mi hijo y tampoco”. Luego, le llegaron las noticias.

“Volví a casa sabiendo que no volvería a ver a Abdeluahed, que me había acompañado al aeropuerto tres días antes, y con la esperanza de conservar a mi hijo”. Pero Tayib murió una semana después.

Han pasado 20 años y el dolor sigue ahí, dice Souad con voz queda, porque “una nunca olvida a los amores de su vida”.

Desde entonces, como Fiach, Souad ha intentado comprender. “¿Por qué? ¿Qué hemos hecho?”, pregunta al aire. Ella ha preferido no “poner cara” a los asesinos, aunque lee todo lo que puede sobre terrorismo.

“Es el extremo del pensamiento humano, empujar a alguien a matarse”. Tras dos décadas, aún no alcanza a entender: “Tendría que entrar en su cabeza, y yo no puedo”.

por María Traspaderne

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