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TOM C. AVENDAÑO, São Paulo 

La celda del prisionero más famoso de Brasil suele estar abierta. Para los guardias es más fácil dejarla así y echar la llave solo por las noches y fines de semana para que, a diario, fluya el trajín de abogados, senadores, obispos, nietos y un largo etcétera que ya es la rutina en la cuarta planta de la sede de la policía federal en Curitiba (Paraná, al sur del país). Todas estas personas tienen algo que hablar con el preso, Luiz Inácio Lula da Silva, expresidente y todavía el político más popular de la historia reciente de Brasil. Sentados en la mesa rectangular de la celda que Lula ha convertido en su nuevo despacho, cada uno trae sus noticias. Unos vienen a contarle los recursos contra la condena de 12 años por corrupción que el expresidente cumple aquí desde hace cuatro meses. Otros, a hablarle de las elecciones presidenciales de octubre, en las que Lula es, desde el miércoles, candidato y además favorito con diferencia en las encuestas. Y otros, sobre la batalla jurídica que supondrá hacer campaña desde la cárcel en un país donde la ley no permite que un condenado en segunda instancia como él sea candidato.

“No es la mejor forma de hacer una campaña”, admite Gleisi Hoffman, presidenta del Partido de los Trabajadores (PT), la agrupación de Lula y una de las maquinarias políticas más potentes del primer país latinoamericano, horas después de visitar la celda. “Lo ideal sería que Lula estuviese ahora reuniéndose con los líderes regionales. Pero está en campaña. Tiene visitas continuas, manda cartas, da recados e imparte orientaciones. Y se nota: es imposible hablar de estas elecciones sin hablar de Lula”.

A simple vista, esta es una candidatura rocambolesca. Mientras sus rivales, los otros 12 candidatos, recorren el país y los medios de comunicación ganando votantes, él tiene prohibido hablar con la prensa, acudir a los debates televisados o incluso difundir vídeos o mensajes grabados por su partido. Debe comandar a los suyos desde los 15 metros cuadrados de una celda donde a duras penas puede comunicarse con el mundo exterior. En sus actos, el PT ha comenzado a proyectar imágenes de archivo y repartir entre el público máscaras con su cara para hacer presente al candidato ausente. “Vamos a insistir para que salga y haga campaña porque es su derecho político. Pero mientras, estamos trabajando con esta candidatura, la que lidera él”, asegura por teléfono Sérgio Gabrielli, expresidente de Petrobras y coordinador de la campaña (sin reunirse con él: se comunican a través de abogados). 

De hecho la rutina del expresidente dista mucho de la de un candidato. Se levanta a las siete de la mañana y desayuna café, zumo y tostadas con mantequilla. Hace una hora de gimnasia al día: seis kilómetros en la cinta. Entonces se abre la puerta y empieza el torbellino de visitas. Si son abogados, y generalmente lo son, Lula les deja recados para los suyos: es lo más parecido que tiene a comunicarse en tiempo real con el exterior. Los lunes por la mañana le visitan líderes religiosos —un obispo episcopal anglicano hace un mes, por ejemplo— y los jueves, sus hijos y sus nietos.

Los fines de semana no se le permiten visitas y, como millones de brasileños, mata el domingo frente a la televisión —que le compró uno de sus abogados—, viendo el programa de variedades Domingão do Faustão. Apenas cena; quienes le ven dicen que está perdiendo el peso que le sobraba. Por la noche, escucha la música que le traen del exterior en pendrives, conectándolos a la televisión.

Apurar plazos y recursos

Pero con Lula suele ocurrir que la superficie es solo el comienzo y pocos en Brasilia dudan ya de que bajo todo este circo se esconde una estrategia. Que el expresidente no se inscribió como candidato el miércoles solo para echarle al sistema legal un pulso imposible de ganar. Más bien porque, al hacerlo, Lula permite que el maltrecho PT haga campaña en su nombre, el más poderoso de la antipática política brasileña. Y si bien es cuestión de tiempo que el Tribunal Electoral le vete como candidato, cada segundo de ese tiempo es esencial. Cuanto más tarde el desenlace, menos votos perdidos; votos que sin duda necesitará quien le sustituya en el último minuto (con casi toda seguridad, su número dos, Fernando Haddad).

Si el juego de Lula ya no es ganar las elecciones sino retrasar al Tribunal Electoral todo lo posible, sus rivales ya no son los demás candidatos sino los jueces; sus armas no son las encuestas sino la burocracia y sus plazos. Y la meta final, más que la cita con las urnas el 7 de octubre, es el 17 de septiembre, fecha límite para que Tribunal evalúe las candidaturas. Toda maniobra que acerque a Lula a ese día será una victoria. En cuanto se anuncie el veto a la candidatura, el PT tendrá una semana para recurrirlo: la idea es apurarla. Y cuando se tome una decisión desfavorable, tendrán otros tres días para recurrirla de nuevo. Mientras, en el otro bando, los jueces aceleran el final todo lo que pueden. Tras la inscripción de Lula como candidato, la fiscal general tenía cinco días para pedirle al Tribunal Electoral que lo impugnase: tardó cinco horas. Cada minuto es una victoria para ambos bandos. En el tribunal o en la celda abierta del cuarto piso de la policía de Curitiba.

“El hecho de que Lula haya llegado aquí ya es reseñable”, sentencia Hoffman, horas después de reunirse con él. “Y vamos a presentar todos los procesos que haga falta para que pueda continuar. Esta es su campaña, su estrategia. Lula va a estar en el programa electoral, de una forma u otra

 

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