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El coronavirus ha dado lugar a un maremágnum de teorías conspirativas, desinformación y propaganda, que erosionan la confianza pública y socavan la labor de los funcionarios de salud de maneras que podrían alargar la pandemia e incluso perdurar una vez que esta haya pasado.

Las afirmaciones de que el virus es un arma biológica extranjera, un invento partidista o parte de un complot para reconfigurar a la población han sustituido a un virus irracional con villanos familiares y comprensibles. Cada afirmación parece darle a una tragedia absurda algún grado de significado, sin importar cuán oscuro sea.

Los rumores de curas secretas —cloro diluido, apagar los dispositivos electrónicos, comer plátanos— prometen la esperanza de protección contra una amenaza a la que ni siquiera los líderes mundiales pueden escapar.

La creencia de que uno tiene acceso a un conocimiento prohibido da la sensación de certidumbre y control en medio de una crisis que ha puesto de cabeza al mundo. Y compartir ese “conocimiento” puede darle a la gente algo que es difícil de encontrar tras semanas de encierro y muerte: un sentido de voluntad propia.

“Tiene todos los ingredientes para llevar a la gente a teorías conspirativas”, comentó Karen Douglas, psicóloga social que estudia la creencia en complots en la Universidad de Kent en el Reino Unido.

A diario, gente común cuyas facultades críticas parecen simplemente nubladas por sentimientos de confusión e impotencia, a decir de los psicólogos, esparce rumores y afirmaciones a todas luces inverosímiles.

Sin embargo, gobiernos que buscan ocultar sus fracasos, actores partidistas que buscan un beneficio político, viles estafadores y, en Estados Unidos, un presidente que ha promovido curas no probadas y falsedades que desvían su responsabilidad, también están promoviendo afirmaciones falsas.

Las teorías conspirativas tienen un mensaje común: la única protección proviene de poseer verdades secretas que “ellos” no quieren que sepas.

Los sentimientos de seguridad y control que ofrecen dichos rumores pueden ser ilusorios, pero el daño a la confianza pública es muy real.

Han llevado a la gente a ingerir remedios caseros mortales y desacatar el consejo del distanciamiento social, además de afectar las acciones colectivas generalizadas, como quedarse en casa o usar cubrebocas, que son necesarias para contener un virus que ya ha cobrado la vida de más de 79.000 personas.

“Hemos enfrentado pandemias antes”, comentó Graham Brookie, quien dirige el Laboratorio de Investigación Forense Digital de Atlantic Council. “No habíamos enfrentado una pandemia en una era en la que los humanos estuvieran tan conectados y tuvieran tanto acceso a la información como ahora”.

Este creciente ecosistema de desinformación y desconfianza pública ha llevado a la Organización Mundial de la Salud a advertir sobre una “infodemia”.

“Ves que el espacio se inunda. La ansiedad es viral y todos la sentimos a escala”, comentó Brookie.

El atractivo del ‘conocimiento secreto’

“La gente se siente atraída por las conspiraciones porque prometen satisfacer ciertas motivaciones psicológicas que son importantes”, comentó Douglas. Las principales son: dominar los hechos, tener autonomía sobre el bienestar propio y una sensación de control.

Si la verdad no satisfice esas necesidades, los humanos tenemos una capacidad increíble de inventar historias que lo harán, incluso si una parte de nosotros sabe que son falsas. Un estudio reciente descubrió que era mucho más probable que la gente compartiera información falsa sobre el coronavirus a que la creyera.

“La magnitud de la diseminación de información a consecuencia de la pandemia por la COVID-19 está abrumando a nuestro pequeño equipo”, dijo en Twitter Snopes, un sitio que verifica información. “Estamos ante montones de personas que, afanadas por encontrar consuelo, empeoran las cosas al compartir desinformación (que en ocasiones es peligrosa)”.

Publicaciones de Instagram que se compartieron extensamente sugerían de manera falsa que el coronavirus fue planeado por Bill Gates para beneficio de las farmacéuticas.

En Alabama, publicaciones de Facebook afirmaban falsamente que poderes oscuros habían ordenado que los pacientes enfermos fueran llevados secretamente en helicóptero a ese estado. En América Latina, han proliferado rumores igualmente infundados de que el virus fue creado para propagar el VIH. En Irán, las voces que apoyan al gobierno dicen que la enfermedad es un complot occidental.

Si las afirmaciones son consideradas un tabú, mejor aún.

La creencia de que tenemos acceso a información secreta puede ayudarnos a sentir que tenemos una ventaja, que de algún modo estamos más seguros. “Creer en teorías de la conspiración, te hace sentir que tienes el poder derivado de conocer cierta información que otra gente no tiene”, explicó Douglas.

Los medios italianos difundieron un video publicado por un italiano en Tokio, en el que afirmaba que el coronavirus se podía tratar, pero que los funcionarios italianos estaban “ocultando la verdad”.

Otros videos, populares en YouTube, afirman que toda la pandemia es una ficción orquestada para controlar a la población.

Las teorías conspirativas también pueden hacer sentir menos sola a la gente. Pocas cosas estrechan los lazos del “nosotros” tanto como congregarnos contra “ellos”, en especial con respecto a los extranjeros y las minorías, que suelen ser chivos expiatorios de rumores sobre el coronavirus y de muchas otras cosas desde antes.

No obstante, sin importar el consuelo que te den esas teorías, dura poco.

Con el tiempo, dicen las investigaciones, intercambiar conspiraciones no solo no logra satisfacer nuestras necesidades psicológicas, explicó Douglas, sino que tiende a empeorar los sentimientos de miedo o impotencia.

Y eso puede llevarnos a buscar explicaciones todavía más extremas, como los adictos que buscan dosis cada vez más fuertes.

Los gobiernos encuentran oportunidades en medio de la confusión

Los conspiradores y los escépticos locales ven que los gobiernos se les unen. En un intento por anticipar la respuesta política negativa ante la crisis, los líderes gubernamentales de inmediato se han dispuesto a desviar la culpa y han echado mano de afirmaciones propias que son falsas.

Un funcionario chino afirmó que miembros del Ejército estadounidense habían llevado el virus a China, una acusación que ese país permitió que se propagara en sus redes sociales tan estrictamente controladas.

En Venezuela, el presidente Nicolás Maduro sugirió que el virus era un arma biológica estadounidense contra China. En Irán, los funcionarios dijeron que era un complot para suprimir el voto en su territorio. Y los medios de noticias que respaldan al gobierno ruso, incluidas algunas filiales en Europa occidental, han promovido afirmaciones de que Estados Unidos creó el virus para debilitar la economía china.

En las exrepúblicas soviéticas de Turkmenistán y Tayikistán, los líderes elogiaron los tratamientos falsos y argumentaron que los ciudadanos debían seguir trabajando.

No obstante, los funcionarios tampoco se han abstenido de causar miedo con rumores en naciones más democráticas, en especial aquellas donde la desconfianza en las autoridades ha dado lugar a fuertes movimientos populistas.

Matteo Salvini, líder de la Liga, el partido italiano que está en contra de los migrantes, escribió en Twitter que China había creado un “súpervirus pulmonar” a partir de “murciélagos y ratas”.

Y el presidente brasileño Jair Bolsonaro ha promovido en repetidas ocasiones tratamientos no comprobados contra el coronavirus, además de dar a entender que el virus es menos peligroso de lo que dicen los expertos. Facebook, Twitter y YouTube tomaron la medida extraordinaria de eliminar las publicaciones.

También el presidente Donald Trump ha promovido medicamentos no comprobados, a pesar de las advertencias de los científicos y al menos una sobredosis letal de un hombre cuya esposa dijo que había tomado un medicamento siguiendo la sugerencia de Trump.

Trump ha acusado a los que considera sus enemigos de buscar “agravar” la “situación” del coronavirus para dañarlo a él. Cuando los suministros de equipo de protección personal escasearon en los hospitales de Nueva York, insinuó que los trabajadores de la salud podrían estar robándose los cubrebocas.

Sus aliados han ido mucho más lejos.

El senador republicano de Arkansas Tom Cotton y otros han sugerido que el virus fue fabricado por un laboratorio de armas chino. Algunos aliados en las redes sociales han afirmado que los enemigos de Trump han inflado el número de bajas.

Una crisis paralela

“Este tipo de supresión de información es peligroso, en verdad peligroso”, afirmó Brookie, en referencia a los esfuerzos chinos y estadounidenses por minimizar la amenaza del brote.

Ha dado lugar no solo a complots individuales, sino a una mayor sensación de que las fuentes y los datos oficiales no son de fiar y una mayor creencia de que la gente debe encontrar la verdad por su cuenta.

La cacofonía que surge de los epidemiólogos de pacotilla que suelen atraer más la atención de la gente a través de afirmaciones sensacionalistas, a veces les resta atención a los expertos legítimos cuyas respuestas rara vez son tan organizadas o emocionalmente reconfortantes.

Prometen curas fáciles, como evitar las telecomunicaciones o incluso comer plátanos. Desestiman la carga del aislamiento social diciendo que es innecesaria. Algunos venden tratamientos propios que son un engaño.

“Las teorías conspirativas médicas tienen el poder de aumentar la desconfianza en las autoridades de salud, lo cual puede impactar en la disposición de la gente a protegerse”, escribieron en un artículo reciente Daniel Jolley y Pia Lamberty, académicos de Psicología.

Se ha demostrado que dichas afirmaciones hacen menos probable que la gente se vacune o tome antibióticos y más probable que busque asesoría médica de amigos y familiares en lugar de profesionales de la salud.

La creencia en un complot también tiende a aumentar la creencia en los demás. Los expertos nos advierten que las consecuencias no solo podrían empeorar la pandemia sino además continuar una vez que esta haya pasado.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company

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