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El privilegio se respira en este colegio, que se extiende por 38 hectáreas de césped perfectamente cortado y cuenta, entre otras instalaciones, con un campo de golf de nueve hoyos, pabellón de baloncesto, cuatro canchas de entrenamiento, campos de béisbol, de lacrosse, de fútbol y de fútbol americano, así como pista de atletismo cubierta, piscina olímpica, zona de trampolines y un estudio de grabación profesional. En la escuela de secundaria Georgetown Preparatory, enraizada en la tradición jesuita, cada clase comienza con una oración y la matrícula se paga a más de 32.000 euros, casi el doble para los internos. Situada en la zona de Maryland limítrofe con Washington DC, una de las más ricas del país, el centro lleva, como recuerdan los carteles repartidos por su perímetro vallado, formando “hombres para los otros desde 1789”.

Otra mujer, Deborah Ramírez, acusa al juez de haberla agredido sexualmente en la universidad de Yale, donde ambos estudiaron. Y una más, Julie Swetnick, de haber estado presente cuando la violaron en una fiesta de secundaria. A ellas se suma otra denuncia anónima. Todas tienen en común un contexto de ingesta de alcohol que muchos describen como irrespetuoso con las mujeres. Las acusaciones contra Kavanaugh, que él engloba en una campaña de difamación orquestada por los demócratas, han vuelto a poner el foco en la cultura de excesos y de abuso a las mujeres en los exclusivos centros donde se forman las élites del país.

“El modelo de doctor Jeckyll y míster Hyde es algo muy común en esos ambientes”, asegura Terry MacMullan, profesor de Filosofía de la Eastern University de Washington, que se graduó en Georgetown Preparatory en 1990, siete años más tarde que Kavanaugh. “Chicos estudiosos, educados, píos en la iglesia… pero tocabas un botón en su cabeza y, cuando se iban de fiesta, se convertían en otros”. MacMullan señala dos factores que pueden explicar esa especie de “psicosis”. “Allí, las pasiones eran exageradamente altas”, explica. “En lo académico, todo el mundo se esforzaba al máximo. No querías un notable, querías la mejor nota. En el campo deportivo, igual. Era un anhelo constante de excelencia. Y, al desaparecer la presión, eso se replicaba en comportamientos extremos cuando estabas de fiesta. No valía con beber unas cervezas, tenías que beber hasta vomitar y luego seguir bebiendo. Era todo al límite, y eso te llevaba a verte involucrado en comportamientos muy extremos y destructivos”.

El segundo factor tiene que ver con una determinada concepción de las mujeres. “Pesaba una idea arraigada en el catolicismo de que las mujeres o son bellas y perfectas, como la virgen María, o son Jezabel”, explica. “No había chicas en el colegio, solo hablábamos de ellas, eran algo mítico. Les negábamos la oportunidad de ser personas. Eran solo el objeto de nuestros sentimientos, de nuestros deseos”.

UNA LACRA EXTENDIDA

En una consulta encargada por 27 universidades que constituyen la élite de la educación superior estadounidense y respondida por más de 1.500 alumnos, el 26% de las estudiantes declaró haber sido víctima de abusos sexuales mediante fuerza, amenazas o incapacitación (con drogas o alcohol). El 16,5% afirmó haber sido violada. Se trata de números algo más altos que los registrados en el mismo estudio hace dos años (23% y 10%, respectivamente).

Si se incluyen los intentos de agresión, como el que Christine Blasey Ford denuncia, una de cada tres estudiantes que participó en la consulta aseguró haber sido víctima en algún momento de su carrera. En cuanto al acoso sexual, entendido como un “comportamiento que interfiere en el rendimiento académico de la víctima o crea un entorno de trabajo intimidatorio”, el 62% dice haberlo sufrido en algún momento de su carrera.

El porcentaje de víctimas que acude a las autoridades universitarias a denunciar los abusos es bajo, según la encuesta realizada por la empresa Westat. En el caso de la violación es un 25,5%, pero solo denuncia una pequeña parte de las víctimas de tocamientos con fuerza física (7%) o incapacitación (5%). La principal razón que alegan para no haber denunciado es que no consideraban que era lo suficientemente grave.

MacMullan, que advierte de que “no era una cultura monolítica” y apunta que la cosa cambió cuando en 1986 se elevó la edad mínima de consumo de alcohol, es uno de los 300 exalumnos de elitistas escuelas privadas de la zona que han firmado una carta abierta a Ford. “Te creemos”, le escriben. “Hemos escuchado tu historia y a ninguno nos sorprendió. Es la historia de nuestras vidas y de las vidas de nuestros amigos”.

En medio del revuelo, el presidente del colegio, el reverendo James R. Van Dyke, escribió una carta a la comunidad escolar en la que admitía que es hora de “hablar honesta y francamente” con los alumnos “sobre el respeto a los otros, especialmente a las mujeres y a otras personas marginadas”. Es hora, añadió, de promover “una comprensión saludable de la masculinidad, en contraste con muchos de los modelos culturales y caricaturas que ven”.

Georgetown Preparatory podía sacar pecho en la era Trump. El hombre que colocó el presidente al frente de la Reserva Federal, Jerome Powell, es antiguo alumno. También los serán, si el pleno del Senado aprueba el nombramiento de Kavanaugh, dos de los nueve jueces del Supremo. Y cuatro de ellos son licenciados en Yale, la prestigiosa universidad del Estado de Connecticut en cuya facultad de Derecho ingresó Kavanaugh en 1983.

Las fraternidades son incubadoras de ambiciones y Kavanaugh se unió a la Delta Kappa Epsilon (DKE), fundada en 1844, entre cuyos ilustres miembros se encuentran George Bush padre e hijo. Los hermanos de la fraternidad son conocidos como los “meat heads” (“cabezas de carne”), comenta Dan, que prefiere no dar su apellido y que estudió en Yale antes de que surgiera el movimiento contra los abusos sexuales en las universidades. “Les llaman así porque eran una panda de brutos”, explica. “A las estudiantes les daba miedo acercarse a sus fiestas. Se bebía mucho”.

La fraternidad está ahora prácticamente desmantelada. Una de sus dos propiedades, situada a menos de cinco minutos andando de la escuela de Derecho, acaba de ser reconvertida en residencia para estudiantes. “La vendieron antes del verano”, señala una inquilina. La fraternidad no anuncia ya actividades. En el campus explican que se debe a las múltiples denuncias que hay contra sus miembros. DKE ya fue objeto de una sanción, por la que la universidad cortó vínculos con la fraternidad durante cinco años, esperando un cambio de conducta y de cultura.

El juez llegó a Yale 15 años después de que se permitiera el acceso de las mujeres a la facultad. “Todo es muy diferente ahora”, asegura Joyce Maynard, que se matriculó por primera vez en Yale en 1971, pero tuvo que abandonar la carrera en el segundo curso. A los 64 años de edad ha vuelto a intentarlo. Lo que vio el viernes en televisión, asegura, “representa el pasado”. “Ahora la mitad de las estudiantes son mujeres y hay mucha diversidad”, explica. “Eso contribuirá a que Yale deje de ser vista como una escuela solo de machos y reservada a las élites”.

 

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